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sábado, 23 de agosto de 2014

"Las tres bodas de Manolita", Almudena Grandes


Casi a punto de terminar el mes de agosto, cerramos la temporada de verano con la esperada nueva entrega de la obra "Episodios de una guerra interminable" de Almudena Grandes. ¡No os la perdáis y dejad vuestras aportaciones!



Algunos fragmentos de la obra:

“Quedaban sus palabras, adiós, que tengáis suerte, adiós, te quiero más que nunca, adiós, me voy con la alegría de haberte conocido, adiós, habla a mis hijos de mí, de las ideas por las que voy a morir, adiós, busca a un buen hombre, cásate con él y sé feliz, pero no me olvides, adiós, mi amor, cuánto te he querido y qué poco tiempo hemos tenido para estar juntos, adiós, hijos míos, sed muy buenos y ayudad mucho a vuestra madre, adiós, cariño, adiós, vida mía, adiós, adiós, adiós, y todas las despedidas eran parecidas, pero todas distintas, distintas las mujeres que no podían terminar de leer en voz alta el papel que temblaba entre sus manos, idéntico el hueco que cada nueva carta abría en mi cuerpo agujereado, incapaz de abrigar tantos adioses.”

“(…) Haberme arriesgado sin pensar en los mellizos había sido una irresponsabilidad. No hacerlo habría sido algo mucho peor, tanto que ni siquiera acerté a ponerle nombre. 
     Por mí y por todos mis compañeros, recordé, y todas las cosas buenas que me habían pasado en el infierno de Porlier, pestilencia, cucarachas y tristeza, pero también Rita, la emoción, la compañía, aquella sensación de formar parte de algo mucho más grande que yo, una fantasía muy parecida al amor. Mi madrastra no era consciente del proceso que había puesto en marcha, y sin embargo, la insoportable arbitrariedad de su comentario acababa de explicarme en qué país me había tocado vivir y algo aún más importante, quién era yo, en qué clase de mujer me había convertido. Porque existen hambres mucho peores que no tener nada que comer, intemperies mucho más crueles que carecer de un techo bajo el que cobijarse, pobrezas más asfixiantes que la vida en una casa sin puertas, sin baldosas ni lámparas. Ella no lo sabía, yo sí, y nunca me arrepentiría de haber tomado el camino que me lo había enseñado, que me había mostrado la dignidad despojada e incólume de la viuda del doctor Velázquez y otras maneras de sobrevivir, chistes, recetas, remedios caseros para caminar en una cuerda floja sobre el cuchillo de la desgracia sin tropezar jamás, anda y que os den, palabras para gritar que no, maneras de decir que nunca, jamás podréis contar conmigo. 
   En 1944, en un vagón de metro que circulaba entre Acacias y La Latina, comprendí que aquel era un viaje sin retorno. Lo que el Orejas no había conseguido en los tiempos heroicos de la victoria posible, lo habían logrado las mujeres de la cola de Porlier en el pozo sin fondo de una derrota absoluta. Con ellas había aprendido que renunciar a la felicidad era peor que morir, y que el anhelo, el deseo, la ilusión de un porvenir mejor, aunque fuera tan pequeño como el que cabe entre una pena de muerte y una condena a treinta años de reclusión, era posible, era bueno y legítimo, era digno, honroso hasta en aquella sucursal del infierno donde había hecho cola todos los lunes del mejor verano de mi vida. Aspirar a ser feliz en una cárcel era una forma de resistir, y eso, aunque mi madrastra jamás lo entendería, no era una renuncia a la normalidad, a la comodidad, al destino apacible de la gente corriente, sino una elección libre y soberana. El fruto de la única libertad que me quedaba. “